Era el tercer día de camino. Me acercaba cansado, descalzo y sediento, al último tramo del recorrido. Ella salió de entre la niebla púrpura, que permanentemente cubre de incertidumbre el desfiladero de oscuras rocas de aguja, en el último repecho antes de llegar al umbral de los sueños. El sudor empañaba mis ojos y no la ví con claridad. Idiota de mí, estaba atemorizado, desenvainé la espada y desgarré el vientre del vacío con dos golpes desesperados, que traspasaron la nada, sin herirla. Tuve que arrodillarme, derrotado por la fatiga, extenuado.
Fue entonces cuando me acercó el cuenco de madera, rebosante de agua fría, y percibí claramente, por vez primera, la sensación de paz que contagia su presencia. Bebí, dejé toda la carga en el suelo, y ya no tuve conocimiento de cómo me sumí en aquel profundo letargo de tres días, tan largos como los que había tardado en ascender por el interminable cañón de roca.
La séptima jornada me despertó con una luz tibia, la algarabía de los pájaros y el rumor del viento, labrando sonidos indescifrables, entre las grietas del peñascal. Junto al saco que me servía de almohada, había una gran llave de hielo, que no quise tocar. Cuando ya me había dispuesto a traspasar el gran arco de roca, se había derretido. Comprendí el simbolismo. Nadie necesita una llave para acceder a la tierra de los sueños.
Al otro lado, ella caminaba despacio, sirviéndome de guía hacia un horizonte de luz. Me habían dicho que encontraría una especie de hada, y era cierto que no era una mujer de carne y hueso, parecía estar hecha de fantasía. En realidad, creo que estaba allí porque ella también es como los sueños. Me despojé de todo y la seguí, a distancia. Admirando la belleza del sendero, del paisaje. Admirando su belleza.
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